A partir de la celebración del Concilio de Trento en el siglo XVI, la veneración eucarística alcanzó una relevancia aún mayor para mostrar el triunfo de Cristo en toda su plenitud. Esto justificaba la existencia de celebraciones anejas como el paso de carros, a modo de escenarios rodantes, con actores y telones que evocaban pasajes evangélicos como también se ejecutaban en tablados dispuestos en calles y plazas donde se representaban autos sacramentales, a veces encargados expresamente por el cabildo a autores de renombre. En general se trataba de exponer el triunfo de Cristo sobre el mal, siendo recurrente la mezcla de personajes virtuosos con otros, de aspecto grotesco, que simbolizaban los pecados u otras banalidades humanas, participando cómicos o danzantes. En ciertos momentos el bullicio, ciertos elementos, las formas y atavíos de algunos figurantes o danzantes llevaban más a la mofa que al objetivo inicial de aquellas referencias profanas que acabaron por eliminarse a finales del XVIII