Vivir y, también, enterrarse en Toledo. La historia y la arqueología ratifican que el Toledo altomedieval, desde los ecos tardorromanos hasta el siglo XIII, tuvo en la Vega Baja su gran tanatorio. Hallazgos de todo tipo demuestran que este paraje extramuros acogió fosas de diversas épocas filiación y creencias. Así, junto a la antigua basílica de Santa Leocadia -considerada como espacio martirial en el s. VI-, hubo inhumaciones visigodas ya estudiadas por el profesor Palol en 1972, siendo más extensa el área musulmana que, entre los siglos VIII y XI, alcanzaría hasta la actual avenida de la Reconquista.
En 1973, al construirse la casi «autovía» de la Cava y el puente del mismo nombre, el profesor Ricardo Izquierdo excavó algunas sepulturas de filiación islámica obradas con una cuidada traza de ladrillo y sus respectivos cipos de piedra. Varios de ellos se llevaron entontes al Museo de Santa Cruz y a los jardines de la Universidad Laboral donde continúan a la vista. Estas piezas cilíndricas tan solo ofrecen un sencillo realce en un extremo, careciendo de inscripciones. En cambio, de mayor calibre son los seis cipos que se encastraron como pequeñas columnas en la puerta del Cambrón, siendo perceptible en alguno de ellos los restos de un texto con letras cúficas.
En cuanto a la comunidad judía se sabe que hasta ser expulsada (s. XV) situó sus enterramientos entre la Vega Baja y el Cerro de la Horca, ahora paseo de San Eugenio. En el siglo XIX aquí ya hubo hallazgos de sepulturas, así como a principios del XX estudiadas por Amador de los Ríos, saliendo a la luz lápidas con interesantes inscripciones hoy expuestas en los museos toledanos. Más recientes son las fosas encontradas en el entorno de San Lázaro y en el Instituto Azarquiel, entre los años 2008 y 2013, que el arqueólogo Arturo Ruiz Taboada dató del siglo XIII.
Sin embargo, la impronta cristiana medieval fijó las inhumaciones dentro de la ciudad, en suelo sagrado, en iglesias, capillas y conventos. La Catedral reúne panteones reales, eclesiásticos o nobiliarios repletos de sepulcros, nichos o criptas, habilitándose como novedad, en 1845, en el Cristo de la Vega, el llamado Cementerio de los Canónigos, que también acogería los restos de personas ajenas al cabildo. Por otra parte, varios espacios urbanos anejos a las parroquias fueron antiguos osarios, como los hubo en las plazas de la Estrella, Santa Leocadia, San Andrés, San Justo, etc. Especial mención es el caso de San Lucas, templo elegido por los mozárabes para sus inhumaciones que aún conserva su antiguo y exclusivo patio-cementerio. Curiosamente, esta misma disposición se ha mantenido hasta el siglo XX en la cultura angloamericana, siendo un paradigma que aún, en pleno Manhattan, perviva el minúsculo cementerio de St. Paul's Chapel, contiguo a las Torres Gemelas y que salió indemne de la infausta jornada del 11-S.
Los grandes hospitales toledanos también habilitaron camposantos propios para los fallecidos bajo su tutela. El de la Misericordia, fundado en el siglo XV, en los aledaños de la calle Estebas Illán, tuvo su primer patio funerario en la plaza de San Román (ocupada entre 1863 y 1978 por depósitos de aguas), al que siguió otro, desde 1710 en la Vega Baja, destinado ahora por la Diputación Provincial para exposiciones. Este enclave conserva la estructura de los primeros cementerios ya ordenados racionalmente: un solar bien delimitado con su pórtico, la capilla, una galería de nichos para enterramientos distinguidos y, a cielo abierto, las sepulturas en torno a un crucero central. En cambio, ya no queda nada del cementerio hospitalario de Tavera, aun cuando hasta el siglo XIX, en la parte norte de su amplio patio, eran sepultaban los enfermos allí fallecidos u otros llevados en momentos de epidemias.
Señalemos que también alguna potente cofradía, como la de la Santa Caridad, fundada en el siglo XI, llegó a disponer hasta 1858 de un cementerio propio, el Pradillo de la Caridad, junto a al postigo de Doce Cantos. Allí se daba tierra a los ejecutados, ahogados y otros desamparados. En 1864, tras demolerse el ya arruinado exconvento del Carmen, el solar se integraría con el ya clausurado y caritativo camposanto para conformar las bases un nuevo paseo urbano asomado al puente de Alcántara.
Así pues, en Toledo, como en cualquier población española, durante siglos el vecindario vivió entre la muerte. En momentos de graves epidemias se colmataban todos los espacios con tanto cadáver, lo que mermaba aún más la ya precaria salubridad pública. Se señala la peste bubónica desatada en 1781 en Pasajes (Guipúzcoa) y el hedor en la iglesia parroquial como hechos para que Carlos III firmase en 1787 una Real Cédula obligando a los ayuntamientos a crear cementerios fuera de las poblaciones. Las vacías arcas, las habituales dilaciones administrativas y los años de la francesada restaron la diligencia debida para cumplir tan higienista norma. Como se verá en la continuación de esta historia, la ciudad de Toledo comenzaría a «cumplir el expediente» a partir de 1814.