Como señalábamos en la anterior entrega, en 1787 Carlos III emitía una Real Cédula para obligar a los ayuntamientos a edificar nuevos cementerios extramuros, en lugares bien ventilados, habiéndose ejecutado ya tal iniciativa en 1784 en los «reales sitios» de El Pardo y La Granja de San Ildefonso. En este punto señalemos un olvido habitual y es que en la provincia de Toledo, en Ontígola, existe otro anterior, creado en 1776 por el «Real Patrimonio» para atender el Real Sitio de Aranjuez según indica Pascual Madoz en su célebre Diccionario. En el mismo Madrid, las cosas tampoco se tomaron con diligencia, pues fue con José Bonaparte cuando se crearon los dos primeros cementerios generales de la Villa: en 1809, en la Puerta de Fuencarral, y en 1810 en la Puerta de Toledo.
Aquí, en Toledo, las cosas también marchaban sin prisas. En 1814, pasada ya la ocupación napoleónica, con montañas de ruinas por toda la ciudad y sepulturas saturadas, se data el primer plan para habilitar un cementerio en la Vega Baja, en el exconvento de los frailes Mínimos de San Francisco de Paula, junto a las ruinas del circo romano. En el Archivo Municipal se conserva un proyecto, «sencillo y magestuoso», firmado por Miguel Antonio Marichalar proponiendo un espacio cuadrado de 310 pies castellanos de lado, con una capilla en la entrada y un patio dividido en tramos asignados a cada una de las parroquias de la ciudad. Habría 3.500 sepulturas dispuesta en el suelo y en cuatro galerías perimetrales para nichos. Sin embargo, el coste estimado, 256.000 reales, era muy elevado para una arruinada corporación por los efectos de la guerra, quedando la idea acunada sólo en el papel, si bien, parece que hubo enterramientos en el solar de aquel arruinado cenobio que pronto quedó colmatado. La evolución urbana de este paraje, contiguo al arco romano que aún persiste, acabó por borrar en 1910 los últimos restos del convento de los «bartolos».
En 1833 el intendente provincial (antecedente de la figura de gobernador civil) urgía al Ayuntamiento a cumplir la nueva Real Orden que obligada la construcción de nuevos cementerios. Para salir del paso, el consistorio toledano trató de aprovechar el mismo entorno de San Francisco de Paula y el propio circo romano, lo que no fue aceptado por la autoridad gubernativa. Una epidemia de cólera acaecida en junio de 1834 agravó la situación. Se aumentó la vigilancia en las puertas de la ciudad a modo de cordón sanitario, sin embargo, el contagio se propagó causando enorme pavor. Durante semanas reinaron los campaneos de viático, agonía y muerte lo que agobiaba aún más al vecindario. Los cadáveres conducidos en carretas saturaron los pudrideros hospitalarios de Tavera y de la Misericordia, haciéndose enterramientos de urgencia fuera de las murallas, algunos junto a Bisagra, en la actual calle de la Carrera.
Por fin, en 1835, el consistorio logró suelo y medios para crear un cementerio de nueva planta. Adquirió un terreno del «cigarral» de Francisco Pérez, en el paraje de Santa Susana, lindante con el cordel ganadero del Guadarrama, junto a la carretera de Ávila. Se dispuso con grandes esfuerzos de 80.000 reales para la obra, siendo inaugurado el 6 de diciembre de 1836. El conjunto reunía una capilla, el patio general donde se pagaban 40 o 10 reales -según si la inhumación llevaba o no caja-; una galería cubierta para 132 nichos al precio cada uno de 140 reales, más la vivienda del «ermitaño» y una sala de depósito. Pero pronto el conjunto mostraría un deplorable estado; era exiguo, mezquino, «un mal corral de tapias de tierra», como escribía sin reparo, en 1857, Sixto Ramón Parro en su Toledo en la mano. Esta realidad hizo que las personas más acomodadas pagasen lo que fuese necesario, tanto a la Catedral como al Ayuntamiento, para ser enterradas en el panteón de los canónigos habilitado en el Cristo de la Vega en 1846. Alguna antigua fotografía de autor anónimo y un cuadro de Aureliano de Beruete (1845-1912) permiten recomponer el aspecto de aquel primer cementerio municipal, «miserable y ruin», como aún constata la Guía del Vizconde de Palazuelos, en 1890, ya en las vísperas de su cierre.
El 7 de septiembre de 1893 por fin se producía el relevo de este lugar al inaugurarse el que actualmente existe en el paseo de San Eugenio. Tras el cierre comenzó el traslado de restos al nuevo camposanto dedicado a laVirgen del Sagrario, cegándose las viejas fosas. En los años cuarenta del siglo XX, en aquel allanado solar, aprovechado por la chiquillería de Palomarejos como ocasional campo de fútbol, aún afloraban osamentas que serían más abundantes al cimentarse allí el nuevo edificio de la Escuela de Magisterio, inaugurado el 8 de octubre de 1959. En cualquier imagen aérea actual de la cabecera de la avenida de Barber, todavía es reconocible la huella del cuadrado solar que acogió aquel cementerio municipal que funcionó entre 1836 y 1893 y que tan mala impresión dejó entre sus contemporáneos.
Una anotación colateral final. En 1961 se mejoró el otro pequeño cementerio público toledano, de aspecto totalmente rural, el de Nuestra Señora del Carmen, situado en Azucaica, vecino hoy de la también mortecina autopista AP-41.