Desde la antigüedad, para enviar mensajes de modo rápido se acudía a correos y jinetes mediante relevos, cambio de postas, palomas, etc. Para aumentar la velocidad se recurría a efectos sonoros o visuales fácilmente perceptibles como campanas, humo, fuego o reflejos, si bien, se requería un acuerdo previo para transmitir tan solo algo muy concreto y sin poder añadir otras realidades que hubiesen acaecido. Algún estudio sobre las comunicaciones en la España medieval alude a las «ahumadas» situadas en torres y cotas elevadas donde se quemaba paja y maderas con resina para comunicar noticias que, en cuestión de pocas horas, llegaban a su destino. En Toledo, es posible que la atalaya del barrio de Santa María de Benquerencia, además de ser un punto de vigilancia, sirviese para cruzar avisos con otras defensas cercanas del Valle del Tajo.
A partir del siglo XVII, la generalización del catalejo mejoraría estos métodos ancestrales, surgiendo en Europa sistemas varios para acortar las distancias y trasmitir mensajes complejos con redes al servicio de las monarquías y los ejércitos. En 1792, Francia estrenaba el telégrafo óptico de Claude Chappé basado en una línea de torres con postes y travesaños articulados que componían signos codificados. En 1798, mientras el cardenal Lorenzana administraba la archidiócesis de Toledo, el ingeniero canario Agustín Betancourt iniciaba la primera línea telegráfica óptica entre Madrid y Cádiz que, en 1800, no pasaría de Aranjuez. En 1834 hubo otros sistemas creados por marinos y militares que trazaron unas pocas líneas en la costa gaditana y en tierras navarras, en el marco de la primera guerra carlista, cuando ya, en 1837, Gran Bretaña desechaba el sistema óptico en favor de la nueva tecnología eléctrica.
En 1844 nacía en España una red telegráfica, todavía óptica, dirigida por el coronel de Estado Mayor, José María Mathé Aragua, para enlazar Madrid y las capitales de provincia a partir de tres líneas básicas: la de Castilla (para alcanzar Irún), la de Cataluña (hasta la Junquera) y la de Andalucía (hasta Cádiz). Esta última se concluyó en 1853 con 59 torres de señales, quedando la ciudad de Toledo en un ramal intermedio. Tan prometedor plan quedaría anulado en 1857 ante la incursión del telégrafo eléctrico.
El citado eje andaluz partía desde el castillete situado en el tejado de la Real Casa de Correos, en la madrileña Puerta del Sol, para enlazar con el Cerro de los Ángeles y continuar por Valdemoro, Seseña, Aranjuez y Yepes. Desde este entorno el trazado principal proseguía hacia el sur por Huerta de Vadecarábanos, Villanueva de Bogas, Turleque, Consuegra y Urda, en tanto que un ramal secundario, de ida y vuelta a la línea principal, se dirigía hacia Toledo atravesando los términos de Villasequilla y Nambroca. La torre telegráfica toledana se situó en el desmochado torreón NO del Alcázar, anclándose un aparato del sistema Mathé que aparece en una litografía editada por Doroteo-Bachiller, en 1848, en el Álbum artístico de Toledo y que identifica un gran especialista de la telegrafía óptica en España, el profesor Carlos Sánchez Ruiz.
En 1855 el telégrafo eléctrico llegaba a la frontera francesa por Irún, siguiendo los enlace entre Madrid y las capitales provinciales, por eso, en 1857, Sixto Ramón Parro, en su Toledo en la mano, ya explica que el edificio dedicado a las «Oficinas del Estado» -la antigua Casa Profesa, adyacente a la iglesia de los jesuitas-, reunía el Gobierno de la provincia, la Tesorería, Recaudación, la Diputación, la «Estación telegráfica y cuartel de la Guardia Civil». Hasta los primeros lustros del siglo XX los telegramas continuarían despachándose desde la planta principal de la actual Delegación de Hacienda.
Por otra parte, en 1858, con la llegada del ferrocarril a Toledo, hubo otra línea telegráfica más en la estación del paseo de la Rosa, pero ligada al propio servicio de la empresa explotadora. También, la instrucción militar daría cabida al estudio y prácticas de la telegrafía habilitándose en el Alcázar un gabinete de comunicaciones así como en el campamento de Alijares según testimonian las valiosas imágenes aportadas por Luis Alba al Archivo Municipal de Toledo.
Sin embargo, las malas condiciones de la oficina telegráfica de la calle Alfonso X exigían una pronta mudanza, tarea difícil ante las frecuentes discordias institucionales por la carencia de locales, fondos y medios. Quizá el incendio acaecido en la Delegación de Hacienda en febrero de 1921 y las consiguientes obras forzaron una pronta solución. En 1926 las guías turísticas ya informaban que Telégrafos estaba situado en la cuesta del Alcázar nº 8, el cual se corresponde con el singular edificio neomudéjar que aún persiste allí. En la planta baja se dispuso la atención al público, aprovechándose el torreón esquinado del inmueble para colocar en su tejado las aislantes del cableado. En el otoño de 1933, meses después de haberse acoplado el servicio postal en la reformada Casa de Correos de la calle de la Plata, llegarían los equipos telegráficos que luego, a finales del XX, serían sobrepasados por las jóvenes comunicaciones electrónicas.
Las antiguas bicicletas, de negro severo y banderola patria en la barra que disponían los repartidores para ser más raudas las entregas de telegramas al vecindario, ya solo corren en el NO-DO. Ahora los avisos llegan de inmediato a cualquier contribuyente que, mientras toma un descafeinado de sobre, lee sin inmutarse en la pantalla del móvil la última urgencia: «A las 7 tengo un hueco. Lucio, el peluquero».