Ocurrió la noche del domingo 30 de septiembre de 1973. Tras la palabra «Fin» de la película El violinista en el tejado, se encendieron las luces y los espectadores que habían acudido al último pase del Cine Alcázar abandonaron el local sin saber que nunca más el proyector volvería a lanzar sobre la pantalla historias talladas por la magia de la luz. Diez días antes, allí mismo, también se había bajado por postrera vez el pesado telón púrpura tras los aplausos otorgados a Juanito Navarro, Ingrid Garbo y Rafaela Aparicioen la revista Tu novia es mi mujer. [FOTOGALERÍA: Un recorrido en imágenes por el Teatro-Cine Alcázar]
En el mes de octubre, la nueva propiedad del inmueble (el Banco de Toledo, del grupo Rumasa), solicitaba ante el Ayuntamiento levantar un edificio de nueva planta que enriquecería «la belleza artística de la ciudad» y atemperaría «sus valores arquitectónicos», lo que pasaba por el necesario derribo del cine. Un informe municipal resolvía que la edificación no merecía ser conservada. Se admitían toda clase de obras, siempre que se respetase un máximo de cinco plantas -conforme a las instrucciones de la Comisión de Protección del Patrimonio-, por lo que no había inconvenientes para demoler el mítico Cine Alcázar. Tan sólo quedaban exentos de la reforma los sótanos que ya, desde 1969, acogían la discoteca Shiton'S.
Lo primero, según el replanteo técnico, sería vaciar el interior y eliminar los dos torreones situados en la cuesta de Carlos V, sin tocar la fachada del callejón del Lucio. Hoy, con algunos leves cambios, aún pervive aquí el portón que fue el antiguo acceso al escenario y la puerta que ya, en 1950, cuando se diseñó el gran teatro-cine, comunicaba con la «sala de fiestas» situada en la planta sótano. El proyecto del edificio se debe a José Manuel González Valcárcel por encargo de los industriales toledanos, los hermanos Juan y Eugenio Galiano asociados a Ernesto Pérez Díaz.
El arquitecto proponía una «composición tranquila y de líneas clásicas en armonía con los edificios próximos». Aseguraba el uso de materiales nobles para conseguir «la riqueza y sobriedad necesarias en una ciudad como Toledo, tan digna de poseer un local de espectáculos, de importancia, por su historia, el aumento de población últimamente registrado y el número de turistas que la visitan». Se atendían las medidas de seguridad en la sala y en la cabina de proyección con cortinas de agua; la ventilación con conductos de aire inyectados, un generoso espacio para el bar, guardarropas, taquillas, camerinos y otros servicios. Emplazó una salida auxiliar para el público y los actores en el callejón del Lucio, además de cinco puertas a la calle de Carlos V para facilitar la rápida salida del máximo aforo previsto: 800 espectadores en el patio de butacas y 400 en entresuelo. También hubo una salida más de urgencia en la rinconada de la plaza de Horno de los Bizcochos junto a una puerta dispuesta para otras dependencias y la vivienda del conserje.
El 1 de febrero de 1952 la empresa presentó la sala al delegado nacional del Sindicato del Espectáculo y a los representantes «de las entidades y organismos de la capital» con un pase exclusivo de cine. El día 2 se abría al público el reluciente Teatro-Cine Alcázar con la zarzuela El canastillo de fresas, de Jacinto Guerrero. Un par de días después, tras el prescriptivo Nodo y otros complementos, se proyectó la primera película: El destino de Juana Morel. Un toque cosmopolita lo daba un anuncio de neón azul en la esquina de Carlos V que no agradaba a los guardianes del patrimonio En la memoria de quienes disfrutaron esta mítica sala residen las molduras doradas, el escudo de Toledo en un rico telón, la tapicería de color rojo o el gran espejo de la escalera principal. El interior infundía esplendor que acentuaba la uniformada indumentaria de los empleados con sus borlones y gorras de plato.
Durante 20 años y 8 meses en este elegante local recalaron los estrenos que semanalmente llegaban a Toledo -eso sí, después de varios meses de su première en Madrid o Barcelona- con vistosas carteleras e, incluso, paneles silueteados en el vestíbulo. En la pantalla del Alcázar crecían aún más las rutilantes películas de Hollywood, especialmente a partir del cinemascope, el sistema iniciado con la Túnica Sagrada para combatir la naciente televisión que ya iba restando espectadores a los cines. A finales de la década de los sesenta las grandes salas caminaban ya hacia un ocaso no lejano. Los televisores presidían desde las alturas los bares, las salas de estar, los tele-clubs y otros salones colectivos. Gran Parada, Franz Johan, Reina por un día, Ibáñez Serrador, El Fugitivo o Los Intocables sustraían asistentes a los pases nocturnos, como Bonanza hacía lo mismo a las sesiones vespertinas dominicales trufadas de palmoteos y el griterío de un apasionado público infantil.
El Alcázar cayó en 1973, como ya le había ocurrido al barcelonés Roxy en 1969 para convertirse en una entidad bancaria según la necrológica cantada por Joan Manuel Serrat: en medio de una roja polvareda / el Roxy dio su última función / y malherido como King-Kong / se desplomó la fachada en la acera. / Y en su lugar han instalado/ la agencia número 33 / del Banco Central./ Sobre las ruinas del Roxy / juega al palé el capital. En Toledo sucumbía el atribulado lechero Tobías mientras cantaba Si yo fuera rico, deseo que atendió pronto el entonces creciente holding de la abeja.