Aunque en 1569 el cremonés Juanelo Turriano (1501-1585) elevó las aguas del Tajo hasta el Alcázar de Toledo, tras su fallecimiento crecieron las deudas y los problemas para mantener en activo el ingenio que, finalmente, se gripó en 1617. A la ciudad, aquello le dio igual, pues tan sólo la gran noria abastecía el palacio real, mientras que cualquier vecino recurría a su esfuerzo personal tirando de polea en los brocales de los aljibes o acarreando cántaros desde el río y de los escuálidos manantiales exteriores. Sin embargo, los jirones del mutilado artificio, varado junto al puente de Alcántara, se convertirían en un reto abierto para no pocos técnicos. [FOTOGALERÍA: Un recorrido por las fuentes del siglo XIX de Toledo]
En 1679, Pedro Porras propuso impeler los caudales del río a las plazas de Zocodover, Mayor y del Ayuntamiento. En el siglo XVIII lo intentaron el inglésRichard Jones (1714), el maltés José Griego (1746), Ruiz Amaya (1748)Francisco Dumei Argayn (1756) y varios más, consideradas todas como «vanas tentativas» por Antonio Ponz. En 1852 Nicolás Grouselle trajo desde Madrid una propuesta valorada en «75.000 duros», aportados por la Sociedad de Aguas del Tajo,empresa que se constituiría a partir de la suscripción de 2.500 acciones de 1.000 reales y que, al cabo de ocho años, no alcanzó las completas bendiciones del municipio.
En 1861 fue el turno de Luis de la Escosura que eligió la fuente del Cardenal, en Pozuela, para captar su modesta corriente -pero de gran calidad- y llevarla hasta un depósito que situaría en la plaza de San Román en 1863. Como complemento, para asegurar un mayor caudal, se aprobó bombear el agua del Tajo al centro de la ciudad. Tras un concurso de proyectos, en 1870 se inauguraba el presentado por el también ingeniero López Vargas. El inicio estaba sobre los restos del artificio de Juanelo que, tras obviar airadas protestas, fueron volados para levantar un edificio con la maquinaria que elevaría el líquido elemento hasta un depósito creado en el Alcázar, destinado al «aseo, la limpieza y el embellecimiento de la ciudad». Pronto este aljibe fue sustituido por otro vaso de mayor capacidad en la plaza de San Román junto al ya existente. Así pues, hubo dos reservorios de agua: uno de gran calidad, pero de pobre caudal, como era el procedente de los cigarrales y otro que recogía el abundante aporte del Tajo pero de dudosa bondad. En este contexto se planteó una red dual para llevar el agua a las calles y plazas de la ciudad, siendo las más solicitadas las fuentes por donde fluía el agua de Pozuela. De cualquier modo, el Ayuntamiento fijaría los horarios de funcionamiento -que accionaban los fontaneros municipales-, además de personar guardias para evitar desórdenes y discusiones en las colas conformadas principalmente por niños, mujeres y azacanes profesionales.
La inauguración oficial de la traída de aguas a Toledo tuvo lugar el 19 de marzo 1863, escenificada en un surtidor ornamental situado en el centro de la plaza del Ayuntamiento y que perviviría casi un siglo. Poco después se crearon las llamadas «fuentes de vecindad» para acercar esta mejora a los barrios. En 1865 se colocaron grifos en las plazas de San Vicente y San Bernardino (ambos encajados en un bastidor de metal fundido), siguiendo otras fuentes en las plazas de los Postes y de San Justo, ésta última con cuatro espitas: tres para los aguadores y una para el uso vecinal. En un lateral del Ayuntamiento aún continúa el vaso de granito que se colocó en 1865, mientras que han desaparecido los que también se pusieron en la plaza de la Ropería o Zocodover, cuyas inauguraciones reseña el periódico El Tajo el 31 de mayo de 1865. Posteriores fueron las fuentes de la plaza Mayor (1867),Santa Leocadia (1869), paseo de Merchán (1870), San Andrés o la aún visible de la plaza del Seco (1871). En 1873 llegaba el agua a San Andrés y en 1875 a la plaza de Barrio Nuevo. Antes de acabar el siglo hubo cambios y nuevas fuentes que no siempre rendían el deseado líquido de modo regular al contribuyente. Desde 1871, los residentes más acomodados podían solicitar un enganche de la red general, aunque sin muchas alegrías, pues era usual un parco caudal .y de escuálida presión- para alcanzar las plantas altas de los edificios o los lavaderos habilitados de las azoteas.
De las primitivas fuentes de vecindad el XIX, realizadas totalmente en piedra, perviven algunas muestras con su pilar prismático y un solo grifo en lasplazas del Seco y de San Juan de los Reyes, o bien con dos, como las deBarrio Nuevo y la de la calle Honda, mientras que en el Corredorcillo de San Bartolomé, entremedias de los coches, queda una mutilada reliquia: el vaso de una fuente metálica, similar a las habidas en Santa Leocadia o San Vicente hasta hace cuarenta años, en las que por la boca de un feroz león sobresalía un grifo, generalmente goteante día y noche.
Más allá de la eterna discusión para crear, mantener o retirar las fuentes públicas, hoy la búsqueda de los antiguos grifos del XIX es una buena excusa para recorrer la ciudad y, de paso, comparar el precio del botellín de agua que figura en escaparates, expositores o las aviesas pizarras publicitarias que cercenan el paso de inocentes transeúntes de cualquier edad, condición, creencia o renta.