En la anterior entrega publicada en estas páginas refería la pervivencia de unos depósitos en el actual paseo del Carmen, planeados en 1911 para mejorar el abastecimiento de agua de 1870 a partir de los caudales del Tajo. La obra nació en medio de abiertas disputas y tampoco resolvió la situación, pues continuó la búsqueda de nuevos recursos, objetivo que se logró en 1924 al llevar a los depósitos de la calle de San Román las aguas captadas en el término de Burguillos. Estas soluciones ayudaban a mitigar la sed y las necesidades más urgentes del vecindario que, en gran parte, seguía acudiendo a las fuentes públicas para llenar cántaros o al río para lavar, pues aún, como en la mayoría del país, los cuartos de aseo eran una comodidad intangible.
Y es que, más allá del baño ocasional en arroyos, ríos o albercas, la inmensa mayoría de la ciudadanía europea efectuaba una parca higiene personal a base jofainas, cubos o pilas y jarreo de agua a temperatura ambiente. Los contribuyentes más distinguidos disponían de fámulos para acarrear el líquido elemento, debidamente templado, a unas pomposas bañeras carentes de grifos. No deja de ser paradójico que bajo estos selectos usos que alcanzaron hasta el siglo XX, en muchas viviendas de Toledo existían sótanos repletos de trastos y telas de araña, ideados por romanos o alarifes medievales como ingeniosas termas con salas de temperatura diferencia y baños rituales judíos o islámicos, Algunos de ellos, hoy, una vez dejados en perfecto orden de revista, reciben visitas guiadas o bien son copiados para ofertar un exótico relax con «spa» añadido, más infusiones, wi-fi y otros servicios abonados con tarjeta de crédito.
Desde mediados del ochocientos, en la mayoría de la arquitectura privada que se levantaba en España aún eran inexistentes los cuartos de aseo. A medida que la red aguas llegaba a las casas, surgían grifos y servicios higiénicos colectivos, habilitándose cabinas en los portales, patios o galerías, mientras que las abluciones personales se efectuaban, como se podía, en cualquier estancia. En este contexto, la ilustrada burguesía emergente edificaba ministerios, comercios, bancos, museos, teatros y, para el ocio más privado, los casinos donde disfrutaba de la tertulia, la lectura, los habanos, el juego y baños con agua tibia y blanca lencería. Tan solo bastaba tener la condición de socio (por supuesto, exclusivamente de género masculino) y abonar la cuota correspondiente. En algunas ciudades, los menos pudientes se aliviaban de la tizne corporal en las casas de baños municipales -en el caso de Madrid, todavía perviven dos locales a 50 cts. el servicio-, instalaciones aquellas muy alejadas de los primeros y distinguidos aseos de entreguerras con bañeras de patas rococó, espejos, lavabos, «wc», sillas de mimbre y palmas enanas como adorno vegetal en los rincones.
En Toledo, el Centro de Artistas e Industriales, o el Casino, tras instalarse en la plaza de la Magdalena, entró en una larga época dorada, efectuándose varias ampliaciones ante el creciente aumento de socios, pues allí podían disfrutar de unas rumbosas instalaciones que incluían los anhelados aseos, comodidad inexistente en los domicilios particulares. Cuando se inauguró su gran reforma en 1929, según el ecléctico proyecto del arquitecto Felipe Trigo, no se olvidaron los baños que se ubicaron en la planta sótano. Tras el cierre sobrevenido en 1936 y que dejó la fachada pespunteada de balazos, el casino, reanudó su vida el 1 de mayo de 1937, fijándose en 2 pesetas el precio de un baño para los socios y el doble para los transeúntes, condición ésta, que la junta directiva reconocía a «los militares que vengan a nuestra ciudad desde los frentes de batalla», detalle que la prensa saludó como una «iniciativa patriótica».
Para compensar a quien no fuese socio del Casino o careciese de medios para atender su higiene personal, en 1952, el concejal Jenaro Ruiz Rodríguez firmó una moción para transformar el vacío depósito del Carmen, construido en 1911, en una piscina de verano (que nunca llegó a iniciarse), además de unos baños públicos cerrados, proyecto que se encargó al arquitecto municipal Flaviano Rey de Viñas. El plan incluía «cabinas individuales a base de agua fría y caliente», servicio de portería, duchas, «cabinas WC» y carbonera. La ausencia de un capítulo prefijado en el presupuesto municipal para este fin chocó con las firmes pretensiones del edil que, en 1955, recordaba que estos baños mejorarían «los escasos servicios de higiene en las antiguas viviendas deToledo», y haría que «desaparezca el baldón» que suponía ser una de las escasas capitales de provincia sin aquellas «elementales instalaciones».
Por fin, en 1956 comenzaron a cuajar los trámites, dándose por finalizado el edificio en 1957 -cuyas obras se habían licitado en 165.139,29 pts.-, mejorado con la instalación de termos eléctricos y lámparas infrarrojas (que añadían 26.643,75 pts. más) para permitir su uso «en cualquier época del año». Al analizar los necesarios gastos de personal creció el temor para abrir el tan querido proyecto del concejal, además de que, por entonces, comenzaban a perforarse las calles para mejorar la red de aguas y el alcantarillado, lo que facilitaría el auge de duchas en las viviendas y, con ello, la merma de usuarios en las bañeras del Casino y un previsible fracaso de la iniciativa edilicia.
Así pues, aquella casa municipal de baños del Carmen quedó incólume, sus higiénicas estancias serían luego trasgredidas para acoger unos prosaicos urinarios y como almacén de enseres viejos, quedando olvidada su verdadera función original. El edificio parece un barco varado sobre la arena del paseo, con sus ventanales circulares abiertos hacia las acacias que durante los últimos treinta años del siglo XX dieron sombra a los «marteros». Quizá a alguien se le ocurra que, al igual que los aljibes medievales, estos baños podría ser una nueva estación para organizar visitas guiadas.