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Toledo 21-07-2014

Más allá de las temibles secuelas causadas por epidemias o por los desastres bélicos, tecnológicos y medioambientales que ha provocado la hueca cabeza y la torpe mano del hombre, son muchos los enclaves teñidos de luto por calamidades de origen natural que cambiaron o, sencillamente, eliminaron ciudades o territorios completos. En la memoria de la humanidad aparecen viejas cicatrices como Pompeya, sepultada desde el siglo I bajo las cenizas vesubianas, o más recientes, como el terremoto de Fukushima de 2011, que concluyó con la mascletá de una central nuclear que espolvoreó la zona de emisiones radioactivas y de incandescentes polémicas por todo el mundo. Afortunadamente, en el ámbito más cercano, hemos ido escapando de semejantes adversidades de calado apocalíptico, aunque nunca desechables en la vida de los damnificados, como pueden atestiguar los lorquinos cuando, también, en mayo de 2011, vieron como un terremoto hizo crepitar el suelo hiriendo gravemente a su ciudad.

En el fondo de muchas retinas toledanas con varios sexenios de vida, o en añejas fotos de bordes dentados, quedan las crecidas del Tajo en los años cuarenta del siglo XX anegando las vegas y creando vertiginosos torrentes de agua marrón que se enhebraban furiosos por los ojos de los puentes de Alcántara y San Martín. El río ahogaba las vías del tren y las humildes viviendas de las Tenerías para empantanarse entre los talleres de la Fábrica de Armas. Luego, pasados los excesos fluviales, se encargaba un artístico azulejo o una pieza de fundición para fijarla en un muro que reseñaba: «Hasta aquí llegó la riada de 1947», dejando así, si era el caso, constancia pública del dañino record batido. Sin embargo, nada queda grabado en el puente de Alcántara sobre lo allí ocasionado por otra desmesura de la naturaleza en 1820: un arrebatamiento atmosférico que actualizamos en estos párrafos y que cualquier lector puede comprobar todavía in situ.

Como es sabido el referido puente para salvar el Tajo se remonta a los planes de los ingenieros romanos, integrado en la calzada que bordeaba el escarpe rocoso de Toletum hacia la Baetica. En el largo medievo, el pasadero de Alcántara tuvo derrumbes y reformas, quedando en la orilla derecha el castillete almenado, dotado de rastrillo y otros elementos propios de la arquitectura militar del siglo XV. En la orilla contraria, el puente se apoya en un sólido paredón horadado con un pequeño arco de herradura, carente del torreón medieval que aquí hubo, según testimonian algunos cuadros del Greco -como la Vista de Toledo (Metropolitan Museum) o la Vista y plano de Toledo(Museo del Greco)- y la Panorámica dibujada por el alarife toledano Arroyo Palomeque entre 1718 y 1721.

Y es que, en 1721 fue reformada la torre exterior. Se reedificó, según las inscripciones allí existentes, en el reinado de Felipe V (1700-1746), dejándose un arco con un rastrillo puramente ornamental. Como en las demás entradas a la ciudad, en la cara externa de este nuevo «torreón», además de encajar el clásico rótulo de evocación romana, SPQT, adaptado a la localidad (Senado –o Ayuntamiento- y Pueblo Toledano), se situó un pétreo blasón de armas del que hoy persiste la corona sobre un vacío espacio inferior donde estuvieron, hasta 1820, las dos testas del águila imperial y otras partes del escudo. Estas mutilaciones heráldicas tuvieron lugar en una animada primavera política, después de que Fernando VII hubiese jurado públicamente -pero en falso- la aceptación de la Constitución y la ciudad la proclamase solemnemente en Zocodover el 22 de marzo. Esta eclosión liberal motivó en Toledoque se eliminase el Brasero de la Vega -lugar de ajusticiamientos inquisitoriales- y se homenajease, el 10 de julio, a Juan de Padilla, «defensor de la libertad española», en el puente de San Martín, retirándose de allí un secular «padrón de deshonor» que recordaba, a quien leyere, la conducta ignominiosa del regidor comunero hacia Carlos I.

Gracias a las anotaciones que hizo un escribiente municipal llamado Felipe Sierra entre 1801 y 1844, sabemos que en la madrugada del 5 de julio de 1820 una «fuerte tempestad» asoló los campos de Fuensalida, Caudilla y Carmena. En Toledo un rayo derribó una pared del convento de Gilitos, mientras que otro descargó sobre «la puerta exterior de Alcántara» arrancando «las cabezas del águila» y moviendo las piedras de «la fábrica del arco». Las piezas cayeron sobre tres viajeros, dos de Moraleja de Enmedio y uno de Los Yébenes, que salían hacia el paseo de la Rosa. El cronista detalla que mataron «un caballo, un macho, una mula y un burro, dejando a dichos pasajeros aturdidos en el suelo y próximos a la muerte». De inmediato fueron atendidos por los empleados municipales del fielato del puente, consignándose que el Jefe Político (antecedente del cargo de gobernador civil) abrió una suscripción pública para socorrer a los damnificados que habían perdido sus medios de vida.Felipe Sierra reseña que se recaudaron 5.486 reales que les fueron entregados, tras descontar los costes de posada y los gastos de su recuperación, dándose cuenta de «esta brillante acción filantrópica» al Gobierno que «contestó dando gracias». Casi dos siglos después de aquel suceso aún pervive en el histórico puente de Alcántara la secuela de una poderosa centella caída en el estrenado trienio liberal de 1820, huella que manifiesta la secular debilidad administrativa de subsecretarios, administradores provinciales y ediles para aderezar un trozo de patrimonio, aunque, por lo menos, según la noticia, se atendieron a los inocentes descalabrados. Aquel rayo vino a coincidir con el relámpago de tres años de libertades en el oscuro tormentoso reinado de Fernando VII.


Textos: Rafael del Cerro Malagón


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