A finales del XVIII, quizá por aquello de ser el siglo de las luces, Toledo disponía de 500 faroles de aceite para el alumbrado público de sus 15.000 vecinos, servicio que funcionaba entre los meses de septiembre y abril y en fechas señaladas, el resto del año se entendía que para deambular por las calles bastaba con la pálida luz de la luna. En 1849 el estadístico Pascual Madoz detallaba que en la ciudad había 600 farolas, entre ellas 50 de reverbero, con un consumo de 40.000 reales de aceite y el abono de 9 reales diarios a los doce serenos que atendían el servicio.
Después, tras el secular aceite, intentarían abrirse paso el gas y el petróleo.
En 1866 la empresa barcelonesa El Centro Científico Industrial pretendió establecer el alumbrado de gas en Toledo, sucediéndose hasta 1879 otras peticiones como la de un industrial vitoriano en 1874 que pedía instalar el gasómetro en la estación del Ferrocarril, o la de Blances Cenollera y Compañía, en 1877, que lo situaría en el Corralillo de San Miguel. En 1880 Enrique Víctori presentó el novedoso alumbrado de petróleo con alguna prueba en Zocodover. Al final, los miedos edilicios disuadían aquellas flamantes propuestas como constata Juan Sánchez Sánchez en su libro La sociedad toledana y los orígenes del alumbrado eléctrico (1881-1913).
A partir de 1880 le tocarían el turno a los vatios, apareciendo alguna firma de raíz extranjera, como la The Anglo Spanisch (Sistema BRUSH) -que también aspiraba a hacerlo en Guadalajara-, o la empresa del alcarreño Felipe Mora que, en 1886, proponía el Sistema Edison. Los proyectos eran estudiados con escaso ímpetu por los ediles toledanos, mientras que los colegas talaveranos demostraron mayor diligencia, siendo, en 1887, la primera población de la provincia que estrenó la mágica luz eléctrica. En Toledo, abierto un concurso público, se vieron los pliegos suscritos por el citado Felipe Mora, el albaceteñoTomás Duch y el toledano Santos González Triana, vamos, casi una protohistórica pugna comercial castellano-manchega. Ganó el empresario local que en 1888 constituyó la Electricista Toledana, alumbrándose por fin las calles más céntricas el 14 de abril de 1890. Unos meses antes, José María Ovejero, director de la revista Toledo, esperaba anhelante que el «vapor y la electricidad» circulasen ya «como sangre nueva por las arterias de las misteriosas encrucijadas» de la ciudad. En 1897 nacería una segunda empresa local, La Imperial, promovida por Francisco García Moreno, además de que ya, en 1896, la Fábrica de Armas contaba con su propia turbina a orillas del río, tras el edificio de Sabatini.
La Electricista Toledana situó su primera central bajo la ermita del Valle, en los antiguos molinos de Saelices, con un generador DŽOerlikon, además crear una «estación central» en 1898, en el número 4 de la plaza de la Ropería, con fachada también a la calle de la Plata, según proyecto firmado por el director facultativo Tomás Sánchez Gómez que visó el arquitecto municipal Juan García Ramírez. Allí se levantó un edificio con sótano y tres alturas. La fachada exterior muestra tres puertas en la planta baja y balcones en las dos superiores. El inmueble aún conserva el acabado exterior original del rojo ladrillo satinado, similar al que se retiró, hacia 1970, de laDiputación y del Mercado (obras proyectadas en 1882 y 1895 respectivamente) y una mayor decoración en la planta superior con unas losetas calizas, habituales en la época. Sobre la cornisa esquinada existe un templete rematado por una cúpula de madera y metal que protege la distribución del cableado desde hace más de un siglo. Hoy este primer transformador -y casi invisible para el transeúnte diario- es pues un discreto testigo de la arquitectura industrial del XIX en el centro de Toledo, maclado en una manzana de uso residencial y comercial, eso sí, con unos balcones huérfanos de cualquier atisbo de vida humana, animal o vegetal tras sus antepechos.
En el siglo XX la red eléctrica crecería por la ciudad, levantándose singulares transformadores (de los que hablaremos en una siguiente entrega) además de prodigarse, sin remilgos estéticos (en la actualidad, dícese, impacto visual), postes de todo tipo y palomillas que festonearon los muros para acoger cables y aislantes, alzándose casetas metálicas y torretas en pleno Zocodover o junto a las fachadas catedralicias. Hacia 1925 Félix Urbayen denunciaba haberse colocado sobre el Arco de la Sangre «una torre de latón, redonda como un enorme queso manchego», donde se enredaban «miles de alambres» y «cientos de cables agarrándose de vez en cuando a las enhiestas vigas cuajadas de tacitas blancas», para rematar así:«Zocodover mirado desde arriba, hace la impresión de una central eléctrica de treinta mil caballos».
Casi un siglo después, los transformadores se han disimulado de otra manera en la trama urbana de Toledo pero continúa la discusión para escamotear el cableado de la veterana corriente eléctrica que, con el tiempo, se ha visto acompañada de las redes telefónicas o wifi por donde corren los enigmáticos algoritmos de internet sin necesidad de tener que repostar en una caseta neomudéjar.